Fragmentos de Automoribundia
El nacimiento y el nombre Ramón
Nací o me nacieron –que no sé cómo hay que decirlo– el día 3 de julio de 1888, a las siete y veinte minutos de la tarde, en Madrid, en la calle de las Rejas número 5, piso segundo.
¿Para qué ocultar la fecha de mi nacimiento? En otros conatos de autobiografía he mentido, pero ahora, al hacer la autobiografía definitiva, no quiero comenzar mintiendo, porque no quiero que se dude algún día de todo lo dicho. Quede desmentido el que nací el año 1891, resultando equivocados todos los horóscopos que me han hecho. ¡Y lo siento, porque eran optimistas los del 3 de julio de ese año!
Pero ¿para qué ocultar la verdad ante muertos que viven? –los muertos son muertos que han muerto al fin–. Antes creía que alguien podía vivir siempre, pero dentro de cien años todos calvos y, además, sin cuero cabelludo.
Yo nací para llamarme Ramón, y hasta podría decir que tengo la cara redonda y carillena de Ramón, digna de esa gran O sobre la que carga el nombre, y que es exaltada por su acento que sólo la imprenta me escamotea porque las mayúsculas no suelen estar acentuadas.
Decálogo del clavador de clavos
Tengo que confesarlo porque va llegando en mi vida la hora de las grandes confesiones. Soy un terrible e impenitente clavador de clavos.
Los clavos me apasionan y tengo siempre una gran caja con compartimientos llena de clavos de todas clases y tamaños.
Hasta que el recién mudado no clava sus primeros clavos los carros de mudanza podrían venir otra vez por él y llevarle con rumbo desconocido a él y sus muebles.
La autoridad del dueño de su guarida consiste en clavar los clavos sin consultar y no escatimar su uso ni su abuso.
A lo más preguntar a la mujer si el cuadro está demasiado bajo o demasiado alto y como última indicación si está torcido o derecho.
Yo he sido un clavador de clavos interminable y como no sólo he colgado cuadros de las paredes, sino que he clavado estampas en innumerable superposición, conozco bien las leyes de la clavazón y puedo resumirlas en un decálogo que sirva de advertencia al buen clavador:
1° No penséis en los vecinos cuando claváis un clavo porque lo clavaréis torcido.
2° No calculéis el daño que os harías en los nudillos si se os escapa el martillo porque os daréis el martillazo.
3° No tengáis clavos en la mano izquierda mientras clavéis un clavo con la derecha porque os los clavaréis.
4° Contad con que la fuerza del martillo viene de atrás y no de frente a vosotros. La inteligencia del martillo es occipital.
5° Saber bien a qué se destina cada clavo, si para una percha, para un cuadro, para una jaula, para una librería.
6° Si alguien os ayuda, procurar que sea él el que reciba los golpes perdidos.
7° No olvidéis el martillo en lo alto de la escalera porque recibiréis el más tremendo capón de la Providencia cuando se os caiga encima.
8° Subid siempre a lo alto con el clavo que vais a clavar, con el martillo y con varios clavos de repuesto en el bolsillo para no estar subiendo y bajando, pues por cada clavo que logréis clavar se os escaparán cuatro o cinco.
9° Hay que ser implacable con el clavo, con la pared y con el martillo.
10° Clavo torcido clavo nocivo, inseguro y con remordimientos de conciencia.
Capítulo LXXXIX
El escritor que es sólo escritor no tiene más remedio que utilizar la noche para su labor, porque puede poner en fila de utilización catorce o diez y seis horas seguidas, y en esas horas de portal cerrado nadie le llama, le distrae o le irrita.
Yo llevo muchos años de nocturnidad en que no están exceptuados ni los sábados ni los domingos.
En España me acostaba a las siete de la mañana, pero en América hay que trabajar más para poder subsistir y me acuesto a las nueve o a las diez de la mañana.
A las tres de la tarde –con toda fijeza, haya dormido poco o mucho– amanezco a la vida, un poco deslumbrado por su luz pero animoso y despierto.
Me gusta vivir en la noche porque los vivos son iguales a los muertos en el sueño. (Muchas veces hemos estado muertos en sueños y Dios ha tenido la consideración de resucitarnos.)
Mi vigilia es la de estar despierto y en guardia, evitando que la muerte se lleve a los que duermen con las ventanas abiertas a mi alrededor. ¡No me lo agradecerán lo bastante, pero la muerte alarmada huye al ver un testigo sempiterno!
En la noche de Buenos Aires mis únicos hermanos con la luz encendida son los ascensores.
Fragmentos de un diario íntimo
Después de todo, si morimos de eso no morimos de lo otro.
Dios castiga con la muerte a los buenos y a los malos para no equivocarse.
Lo malo es oír el canto del pájaro que murió hace mucho.
El Arte es morir por el Arte aun sin haber acabado de hacer Arte.
¿Un cura en el ascensor? Yo me bajo. Me confesaría.
El peine entorna los ojos al peinarnos.
La mano es el guante de la sangre.
Ramón Gómez de la Serna, Automoribundia, Buenos Aires, 1948
viernes, 3 de julio de 2009
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