/ El establo de Pegaso: Derek Walcott

jueves, 28 de abril de 2011

Derek Walcott

Las uvas del mar



Esa vela que se apoya en la luz,
cansada de las islas
una goleta batiendo en el Caribe

podría ser Ulises
de regreso a su hogar en el Egeo;
ese padre y marido

anhelante bajo las uvas nudosas y agrias, es
como el adúltero que escuchar el nombre de Nausicá
en cada graznido de gaviota.

No da la paz a nadie. La antigua guerra
entre la obsesión y la responsabilidad
nunca terminará y siempre ha sido la misma

para el viajero errante del mar o el que permanece en la costa
y que se desliza en sus sandalias para regresar al hogar,
ahora que Troya exhaló su última llama,

y la roca del gigante ciego dividió el mar
y desde el fondo llegan en grandes olas los hexámetros
para acabar en espuma exhausta.

Los clásicos pueden consolar. Pero no es suficiente.

Las uvas del mar de Collected Poems 1948-1984
versión casera







Sea Grapes

That sail which leans on light,
tired of islands
a schooner beating up the Caribbean

for home, could be Odysseus,
home bound on the Aegean;
that father and husband’s


Longing, under gnarled sour grapes, is
like the adulterer hearing Nausicaa’s name
in every gull’s outcry.

This brings nobody peace. The ancient war
between obsession and responsibility
will never finish and has been the same

for the sea wanderer or the one on shore
now wriggling on his sandals to walk home,
since Try sighed its last flame,

and the blind giant’s boulder heaved the trough
from whose groundswell the great hexameters come
to the conclusions of exhausted surf.

The classics can console. But not enough.


El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive...

El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive, esta
hierba, estas chozas que me hicieron,
jungla y cuchilla siembran hierba brillando tenuemente junto a la cuneta,
el filo del arte;
las cochinillas bullen en el bosque sagrado,
nada puede hacerlas salir con fuego, están en la sangre;
sus bocas rosas, como querubes, cantan de la lenta ciencia
del morir -todo cabezas, con, en cada oreja, un ala diáfana.
Arriba, en la Reserva Forestal, antes de que las ramas irrumpan en el mar,
miré por la ventana móvil y herbosa y pensé «pinos»
o coníferas de algún tipo. Pensé, deben de sufrir
en este calor tropical con su idea infantil de Rusia.
Entonces, de pronto, de sus troncos pudriéndose, signos perturbadores
de la fe que traicioné, o la fe que me traicionó-
mariposas amarillas alzándose en la carretera a Valencia
balbuciendo «sí« ante la resurrección: «sí, sí es nuestra respuesta»,
El Nunc Dimittis de su coro verdadero.
¿Dónde está mi libro de himnos de niño, los poemas ribeteados
con hoja de oro, el cielo que adoro sin fe en el cielo,
mientras el Verbo, apenado, se volvió hacia la poesía?
¡Ah, pan de vida que sólo el amor sabe leudar!
Ah, Joseph, aunque ningún hombre muera jamás en su propio país,
la hierba agradecida brotará espesa de su corazón.

Derek Walcott (Santa Lucía, 1930). Versión de Vicente Araguas en Huerga y Fierro Editores

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