/ El establo de Pegaso: La espiral de los cóndores de Hernán Lavín

martes, 15 de junio de 2010

La espiral de los cóndores de Hernán Lavín



Allí están las moscas volantes que zumban, zumban

y zumban en el abismo de tus ojos, pero no,

Dios ha dicho que no son moscas

que van zumbando por encima de las nieves eternas,

¿no ves que son abejas de color ámbar muy oscuro,

no ves que son abejorros

con locura de atar y nunca desatar, no ves

que son abejas que van y vienen

zumbando por encima de las nieves eternas,

a más de 3000 metros de altura sobre las aguas

umbilicales, las frías aguas del océano Pacífico?,

pero no, Dios dice que las moscas

no son abejas, y las abejas no son abejorros

ni son abejas, y aquel zumbido viene del corazón

de las flores

convertidas en frutos, esos dedos que zumban

entre los cactus de color ámbar muy oscuro,

los dedos con sus espinas, como higos llenos de agua roja.

Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus

y muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua,

las espinas por donde caen las gotas de agua

de los higos, la más antigua miel translúcida.

Tres cóndores vuelan en una espiral de humo, ceniza y humo,

tres cóndores dibujan su vuelo sobre la cabeza enrojecida de la tortuga:

tres cóndores con el collar de plumas blancas, todas las plumas

del mundo alrededor del cuello, las plumas en espiral, las plumas eternas.


Ahora tiemblan los crótalos de la víbora de cascabel, ceniza y humo,

la víbora se estremece junto a dos iguanas de ojos de color ámbar

muy oscuro, como los dedos del cactus, los dedos con sus espinas,

y el sonido intermitente de los crótalos, el miedo

y la sospecha en espiral, el sonido

de los crótalos como higos llenos de agua roja.


Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus

y de pronto descubre los anillos de una boa de siete metros

que también muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua

y más ambigua, las espinas por donde caen las gotas de agua

de los higos, la más antigua miel translúcida:

por detrás de la boa cuyos ojos han perdido casi la visión, fluye

el veneno de la yarará, esa víbora que tiembla, ceniza

y humo, bajo el vuelo en espiral de los tres cóndores.

El ñandú más antiguo ve cómo fluye el veneno de color ámbar muy oscuro,

y a lo lejos aparece y desaparece la sombra

del Aconcagua

con sus 6959 metros de altura:

por debajo del vuelo de los cóndores, hacia el abismo,

en la región umbilical del mundo, aparecen

y desaparecen las aguas torrenciales, el sonido de los crótalos

en las aguas de color sangre, la sangre más antigua del río Mendoza.

La cordillera de los Andes se enrosca en un caracol gigantesco

que sube y sube como una boa de ojos de color ámbar muy oscuro.

Al fondo, como si fuera un escudo cordillerano, aparece la sombra

de la laguna del Inca, una sombra de 3000 metros de altura

y cuyo vuelo es un círculo sobre las alas de los cóndores

más allá de la espiral de humo, aquel humo de color sangre,

ceniza y humo, aquel humo que sube y sube

como la boa de ojos muy profundos, aquellos ojos de color ámbar.


Somos las aguas del Inca, el espíritu más antiguo

de la laguna, los ventisqueros, el enroscamiento de la serpiente

nevada, el caracol que sube y sube, la nieve y el humo, ceniza

en el humo, la nieve y el humo de color sangre, la humareda

sobre el cuerpo de la nieve, aquellas nieves infinitas

que son el espejo más antiguo donde aparece

y desaparece la sombra de 3000 metros de altura,

aquella sombra en el amanecer, como águila perdurable, el círculo

en el vuelo de color ámbar muy oscuro, aquellos ojos, los ojos

del águila, el vuelo en el amanecer y en el atardecer, somos las aguas

cuyo vuelo se desliza en círculos concéntricos hacia la noche absoluta,


uimos las aguas del principio y del fin, somos las aguas

de color sangre, el vuelo de las avalanchas, la fumarola

del principio y del fin, ceniza y humo, el relámpago de los cóndores

sepultados y resucitados en el asombro de sus alas que tiemblan,

el aleteo sin principio y sin fin, somos las aguas del fin del mundo,

somos el Inca, fuimos el Inca, nada, nadie, nada somos

si al fin no somos las aguas del Inca, el espíritu más antiguo,

aquella sombra de 3000 metros de altura

en el esplendor de sus aguas.



A picotazo limpio, no hay nada limpio

en este mundo, a picotazos lentos, veloces y lentos,

a picotazo mortal, todo es mortal en este mundo,

a picotazos veloces, lentos y mortales,

a picotazo inmortal, a picotazo limpio

entre los cóndores que tiemblan, ceniza y humo, sangre

en la nieve, la región umbilical del mundo, el aleteo de los cóndores

sobre la cumbre, a picotazo mortal, a picotazo limpio, a picotazo

inmortal, el aleteo sobre la cumbre de la cordillera

de los Andes.

Dominio del cóndor en las alturas, dominio del viento

en los ojos del cóndor que seguirá volando en círculos eternamente.

Ahora viajamos a través del túnel del Ferrocarril Transandino,

aunque el túnel sólo existe en nuestra memoria:

la sombra, aquella sombra abandonada,

la sombra de aquel ferrocarril de 1957, verano de 1957,

la antigua sombra en el túnel cubierto de estalactitas,

aquellas concreciones calcáreas en la bóveda del túnel:

nuestro viaje no se interrumpe y es el verano

de 1991, siempre es el verano en la bóveda del túnel

por donde vuela aquella sombra, la más antigua sombra

del Ferrocarril Transandino deslizándose sobre

las nieves eternas.

Ocupamos esta casucha del rey, este refugio cordillerano, y nuestra sombra

sólo vuelve a la vida cuando observa el desliz de aquella sombra

cubierta de estalactitas, la sombra abandonada en el túnel.


De pronto aparecen los cuerpos errantes de los médanos,

aquellas dunas de la costa encumbrándose más allá de las nieves eternas,

y ese color de ámbar no siempre oscuro, ese color de oro

de los médanos que vuelan sobre sí mismos, el enroscamiento

y la levitación de las arenas como los reptiles

que lo saben todo, ciegos de principio y de fin, y sabiéndolo todo

no saben, locura del viento que todo lo borra, no saben,

todo aparece y desaparece, nunca saben casi nada.


Encumbradas sean por siempre las dunas de la costa

más allá de las nieves eternas, porque así fue escrito

desde los tiempos de los reptiles que iban y venían

trepándose a las rocas del océano Pacífico

y subiendo, subiendo sin descanso hacia las cumbres

de la cordillera de los Andes, allí donde todo es eterno

y se transfigura sin principio y sin fin, todo aparece

y desaparece.

Tres escorpiones vagabundos se deslizan frente a tus ojos

y cada movimiento equivale a la muerte

y la resurrección, una resurrección que se refleja sobre sí misma

cuando tiemblan los cuerpos errantes de los médanos.


Se escucha el suave relincho de los guanacos en el valle,

no muy lejos de las vizcachas de cola larga, grandes orejas,

y los bigotes muy largos, tan largos como sus colas:

la vizcacha es un mamífero implacable, un roedor

que va royendo con entusiasmo hasta su propio refugio,

y al fin la madriguera se convierte en un puñado de polvo.


A las hormigas no les importa saber cuál es el destino de las vizcachas

y solamente se dedican al cultivo de algunos hongos muy pequeños,

los hongos translúcidos con los cuales se alimentan:

el hormiguero está cubierto de hongos como parásitos

que nunca dejan su lugar y respiran sin que nadie los descubra

en este valle donde las cotorras se comen los frutos del algarrobo:

verdiazul, azul celeste, verdiazul es el espectáculo de las cotorras

que no dejan de chillar y vuelan en círculos sobre las hormigas

cuyas cabezas rojas van y vienen deslizándose

con partículas de hongos a cuestas, y la cabeza es todo el cuerpo

de la hormiga, cientos de hormigas en la boca

del hormiguero donde habita la luz, el destello

de las cabezas bajo el sol.





En el fondo del valle canta el cernícalo lagartijero

y los tallos de los arbustos provocan el milagro de la fotosíntesis

en una atmósfera de algarabía casi absoluta:

tres mariposas de color ámbar, un ámbar muy oscuro,

se deslizan sobre la piel del aire, junto a las flores rojas

del algarrobo, y esa piel es como la urdimbre de Dios.


¿Cómo habrá llegado el cernícalo a la cordilleran de los Andes?

En un ave de rapiña que sólo viene de Europa
y no canta, su canto es inaudible, no canta

pero su canto no se interrumpe en el fondo de este valle

donde las mariposas tiemblan bajo el poder del sol,

un sol de color ámbar muy oscuro, el soplo

de las mariposas que aún tiemblan, un sol con tres anillos.


De repente salta una lagartija y dos iguanas la observan con asombro.

A más de 3000 metros de altura sobre las aguas

del océano Pacífico, aquí respiran, respiramos y se estremecen

las cruces del cementerio como guanacos moribundos,

el relincho

de los guanacos de ayer y hoy,

la suavidad del relincho de los guanacos,

caballerías andinas, mamíferos rumiantes, el relincho

de los guanacos que al fin resucitan de soplo en soplo,

las antiguas y nuevas cruces

del cementerio donde aún respiran, respiramos

y se estremecen

las calaveras de los alpinistas

que alguna vez quisieron llegar a la cumbre

del Aconcagua.


De color ámbar muy oscuro es la tierra del cementerio

donde sólo es posible la resurrección de las calaveras uniéndose,

voladura de luz, uniéndose, voladura de luz

uniéndose a sus esqueletos para reiniciar el ascenso

a la cumbre

del Aconcagua con sus 6 959 metros de altura

sobre las aguas del principio y del fin,

somos las aguas del fin del mundo, sonríen las calaveras

de los alpinistas, somos al fin las aguas donde sólo

es posible

la resurrección de las cruces que aún se estremecen

y respiran por nosotros, por ustedes, por el principio

del fin del mundo, por los muertos de ayer y de hoy,

los muertos

con sepultura y sin sepultura, por el viaje

de los espíritus insepultos, por las cruces

que vivieron mucho antes, las cruces del principio

y del fin

de las nieves eternas, las cruces con oxígeno, el azul

del oxígeno, aquel azul transparente, por las antiguas

y nuevas cruces con oxígeno y sin oxígeno.

Allá en el fondo se estremecen y respiran las aguas

del río Mendoza

donde aún sobreviven los espíritus de los alpinistas

con sepultura y sin sepultura, ceniza y humo, vuelo

y ceniza, temblor en el valle, aquel abismo fluvial

en las cruces que Dios sepultó bajo el oxígeno

de las aguas,

somos las aguas del fin del mundo, sonríen

las calaveras,

somos al fin las aguas del río Mendoza donde sólo

es posible

la resurrección de las cruces que aún se estremecen

y seguirán respirando por nosotros, por ustedes,

por el principio

del fin del mundo, aquella luz obstinada,

por la resurrección

que es tembladera del espíritu, voladura de luz

desde las profundidades del océano Pacífico

y las cumbres, humo y ceniza, vuelo y ceniza,

todo el temblor en las cumbres de la cordillera

de los Andes.


De color ámbar muy oscuro es la tierra del cementerio

para la resurrección no sólo de la carne, tierra oscura

del cementerio donde aún respiran las cruces

de ayer y de hoy, tierra oscura del cementerio

para la resurrección y nunca, voladura de luz,

nunca para el más antiguo, ayer y hoy, el más antiguo

desliz de la muerte, aquella muerte

líquida, las nieves oscuras en el desliz de la muerte

donde sólo aparecen y desaparecen los esqueletos

de los alpinistas, ceniza y humo,

vuelo y ceniza, pero las calaveras son como las aguas

del río Mendoza, somos las aguas más profundas

del río que viene de la bóveda

del cielo más ambiguo, somos las anfibias, sonríen

las calaveras

aunque sus esqueletos las han abandonado

y no es posible,

sólo es posible el vuelo inagotable de la ceniza,

voladura del principio y del fin,

somos las aguas, voladura de luz, espiral en el vuelo

de las cruces

que todavía respiran, respiramos, respiran, respiramos

y se estremecen las aguas del río Mendoza, somos

el humo en las aguas

de la resurrección, humo y ceniza sobre las nieves eternas.

Hemos llegado a la cumbre del Aconcagua y desde aquí

vislumbramos

el transcurso del río que algún día se hundirá

para siempre

más allá del bosque de las araucarias fosilizadas, lejos,

abajo, en lo más profundo, muy lejos,

allí donde sólo aparece la sombra y lo único real

es el principio

y el fin del río subterráneo de las araucarias

que con el transcurso del agua y del tiempo

se han transfigurado en fósiles como la sonrisa

de las calaveras

en las aguas oscuras del cementerio, aquellas aguas

que de pronto aparecen, vuelan y desaparecen

bajo las antiguas y nuevas lápidas que lo cubren todo,

allí donde lo único real es el principio, lejos,

abajo, en lo más profundo, muy lejos,

más allá de las aguas subterráneas, somos al fin

las aguas, sonríen con júbilo las calaveras, más allá

de todo,

vuelo y ceniza, todo el temblor en las cumbres, voladura

de luz, somos al fin las aguas del principio y del fin

del mundo.

Hernán Lavín (Santiago de Chile, 1939) La espiral de los cóndores

2 comentarios:

Luz dijo...

Impactante!

Establo Pegaso dijo...

Por su extensión, dude colgarlo en el blog. Pero se ve tan bien el fluir de las imágenes. Es una maravilla.
Un abrazo