Allí están las moscas volantes que zumban, zumban
y zumban en el abismo de tus ojos, pero no,
Dios ha dicho que no son moscas
que van zumbando por encima de las nieves eternas,
¿no ves que son abejas de color ámbar muy oscuro,
no ves que son abejorros
con locura de atar y nunca desatar, no ves
que son abejas que van y vienen
zumbando por encima de las nieves eternas,
a más de 3000 metros de altura sobre las aguas
umbilicales, las frías aguas del océano Pacífico?,
pero no, Dios dice que las moscas
no son abejas, y las abejas no son abejorros
ni son abejas, y aquel zumbido viene del corazón
de las flores
convertidas en frutos, esos dedos que zumban
entre los cactus de color ámbar muy oscuro,
los dedos con sus espinas, como higos llenos de agua roja.
Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus
y muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua,
las espinas por donde caen las gotas de agua
de los higos, la más antigua miel translúcida.
Tres cóndores vuelan en una espiral de humo, ceniza y humo,
tres cóndores dibujan su vuelo sobre la cabeza enrojecida de la tortuga:
tres cóndores con el collar de plumas blancas, todas las plumas
del mundo alrededor del cuello, las plumas en espiral, las plumas eternas.
Ahora tiemblan los crótalos de la víbora de cascabel, ceniza y humo,
la víbora se estremece junto a dos iguanas de ojos de color ámbar
muy oscuro, como los dedos del cactus, los dedos con sus espinas,
y el sonido intermitente de los crótalos, el miedo
y la sospecha en espiral, el sonido
de los crótalos como higos llenos de agua roja.
Milenaria, la tortuga levanta los ojos, observa los dedos del cactus
y de pronto descubre los anillos de una boa de siete metros
que también muerde las espinas de color sangre, la sangre más antigua
y más ambigua, las espinas por donde caen las gotas de agua
de los higos, la más antigua miel translúcida:
por detrás de la boa cuyos ojos han perdido casi la visión, fluye
el veneno de la yarará, esa víbora que tiembla, ceniza
y humo, bajo el vuelo en espiral de los tres cóndores.
El ñandú más antiguo ve cómo fluye el veneno de color ámbar muy oscuro,
y a lo lejos aparece y desaparece la sombra
del Aconcagua
con sus 6959 metros de altura:
por debajo del vuelo de los cóndores, hacia el abismo,
en la región umbilical del mundo, aparecen
y desaparecen las aguas torrenciales, el sonido de los crótalos
en las aguas de color sangre, la sangre más antigua del río Mendoza.
La cordillera de los Andes se enrosca en un caracol gigantesco
que sube y sube como una boa de ojos de color ámbar muy oscuro.
Al fondo, como si fuera un escudo cordillerano, aparece la sombra
de la laguna del Inca, una sombra de 3000 metros de altura
y cuyo vuelo es un círculo sobre las alas de los cóndores
más allá de la espiral de humo, aquel humo de color sangre,
ceniza y humo, aquel humo que sube y sube
como la boa de ojos muy profundos, aquellos ojos de color ámbar.
Somos las aguas del Inca, el espíritu más antiguo
de la laguna, los ventisqueros, el enroscamiento de la serpiente
nevada, el caracol que sube y sube, la nieve y el humo, ceniza
en el humo, la nieve y el humo de color sangre, la humareda
sobre el cuerpo de la nieve, aquellas nieves infinitas
que son el espejo más antiguo donde aparece
y desaparece la sombra de 3000 metros de altura,
aquella sombra en el amanecer, como águila perdurable, el círculo
en el vuelo de color ámbar muy oscuro, aquellos ojos, los ojos
del águila, el vuelo en el amanecer y en el atardecer, somos las aguas
cuyo vuelo se desliza en círculos concéntricos hacia la noche absoluta,
uimos las aguas del principio y del fin, somos las aguas
de color sangre, el vuelo de las avalanchas, la fumarola
del principio y del fin, ceniza y humo, el relámpago de los cóndores
sepultados y resucitados en el asombro de sus alas que tiemblan,
el aleteo sin principio y sin fin, somos las aguas del fin del mundo,
somos el Inca, fuimos el Inca, nada, nadie, nada somos
si al fin no somos las aguas del Inca, el espíritu más antiguo,
aquella sombra de 3000 metros de altura
en el esplendor de sus aguas.
A picotazo limpio, no hay nada limpio
en este mundo, a picotazos lentos, veloces y lentos,
a picotazo mortal, todo es mortal en este mundo,
a picotazos veloces, lentos y mortales,
a picotazo inmortal, a picotazo limpio
entre los cóndores que tiemblan, ceniza y humo, sangre
en la nieve, la región umbilical del mundo, el aleteo de los cóndores
sobre la cumbre, a picotazo mortal, a picotazo limpio, a picotazo
inmortal, el aleteo sobre la cumbre de la cordillera
de los Andes.
Dominio del cóndor en las alturas, dominio del viento
en los ojos del cóndor que seguirá volando en círculos eternamente.
Ahora viajamos a través del túnel del Ferrocarril Transandino,
aunque el túnel sólo existe en nuestra memoria:
la sombra, aquella sombra abandonada,
la sombra de aquel ferrocarril de 1957, verano de 1957,
la antigua sombra en el túnel cubierto de estalactitas,
aquellas concreciones calcáreas en la bóveda del túnel:
nuestro viaje no se interrumpe y es el verano
de 1991, siempre es el verano en la bóveda del túnel
por donde vuela aquella sombra, la más antigua sombra
del Ferrocarril Transandino deslizándose sobre
las nieves eternas.
Ocupamos esta casucha del rey, este refugio cordillerano, y nuestra sombra
sólo vuelve a la vida cuando observa el desliz de aquella sombra
cubierta de estalactitas, la sombra abandonada en el túnel.
De pronto aparecen los cuerpos errantes de los médanos,
aquellas dunas de la costa encumbrándose más allá de las nieves eternas,
y ese color de ámbar no siempre oscuro, ese color de oro
de los médanos que vuelan sobre sí mismos, el enroscamiento
y la levitación de las arenas como los reptiles
que lo saben todo, ciegos de principio y de fin, y sabiéndolo todo
no saben, locura del viento que todo lo borra, no saben,
todo aparece y desaparece, nunca saben casi nada.
Encumbradas sean por siempre las dunas de la costa
más allá de las nieves eternas, porque así fue escrito
desde los tiempos de los reptiles que iban y venían
trepándose a las rocas del océano Pacífico
y subiendo, subiendo sin descanso hacia las cumbres
de la cordillera de los Andes, allí donde todo es eterno
y se transfigura sin principio y sin fin, todo aparece
y desaparece.
Tres escorpiones vagabundos se deslizan frente a tus ojos
y cada movimiento equivale a la muerte
y la resurrección, una resurrección que se refleja sobre sí misma
cuando tiemblan los cuerpos errantes de los médanos.
Se escucha el suave relincho de los guanacos en el valle,
no muy lejos de las vizcachas de cola larga, grandes orejas,
y los bigotes muy largos, tan largos como sus colas:
la vizcacha es un mamífero implacable, un roedor
que va royendo con entusiasmo hasta su propio refugio,
y al fin la madriguera se convierte en un puñado de polvo.
A las hormigas no les importa saber cuál es el destino de las vizcachas
y solamente se dedican al cultivo de algunos hongos muy pequeños,
los hongos translúcidos con los cuales se alimentan:
el hormiguero está cubierto de hongos como parásitos
que nunca dejan su lugar y respiran sin que nadie los descubra
en este valle donde las cotorras se comen los frutos del algarrobo:
verdiazul, azul celeste, verdiazul es el espectáculo de las cotorras
que no dejan de chillar y vuelan en círculos sobre las hormigas
cuyas cabezas rojas van y vienen deslizándose
con partículas de hongos a cuestas, y la cabeza es todo el cuerpo
de la hormiga, cientos de hormigas en la boca
del hormiguero donde habita la luz, el destello
de las cabezas bajo el sol.
En el fondo del valle canta el cernícalo lagartijero
y los tallos de los arbustos provocan el milagro de la fotosíntesis
en una atmósfera de algarabía casi absoluta:
tres mariposas de color ámbar, un ámbar muy oscuro,
se deslizan sobre la piel del aire, junto a las flores rojas
del algarrobo, y esa piel es como la urdimbre de Dios.
¿Cómo habrá llegado el cernícalo a la cordilleran de los Andes?
En un ave de rapiña que sólo viene de Europa
y no canta, su canto es inaudible, no canta
pero su canto no se interrumpe en el fondo de este valle
donde las mariposas tiemblan bajo el poder del sol,
un sol de color ámbar muy oscuro, el soplo
de las mariposas que aún tiemblan, un sol con tres anillos.
De repente salta una lagartija y dos iguanas la observan con asombro.
A más de 3000 metros de altura sobre las aguas
del océano Pacífico, aquí respiran, respiramos y se estremecen
las cruces del cementerio como guanacos moribundos,
el relincho
de los guanacos de ayer y hoy,
la suavidad del relincho de los guanacos,
caballerías andinas, mamíferos rumiantes, el relincho
de los guanacos que al fin resucitan de soplo en soplo,
las antiguas y nuevas cruces
del cementerio donde aún respiran, respiramos
y se estremecen
las calaveras de los alpinistas
que alguna vez quisieron llegar a la cumbre
del Aconcagua.
De color ámbar muy oscuro es la tierra del cementerio
donde sólo es posible la resurrección de las calaveras uniéndose,
voladura de luz, uniéndose, voladura de luz
uniéndose a sus esqueletos para reiniciar el ascenso
a la cumbre
del Aconcagua con sus 6 959 metros de altura
sobre las aguas del principio y del fin,
somos las aguas del fin del mundo, sonríen las calaveras
de los alpinistas, somos al fin las aguas donde sólo
es posible
la resurrección de las cruces que aún se estremecen
y respiran por nosotros, por ustedes, por el principio
del fin del mundo, por los muertos de ayer y de hoy,
los muertos
con sepultura y sin sepultura, por el viaje
de los espíritus insepultos, por las cruces
que vivieron mucho antes, las cruces del principio
y del fin
de las nieves eternas, las cruces con oxígeno, el azul
del oxígeno, aquel azul transparente, por las antiguas
y nuevas cruces con oxígeno y sin oxígeno.
Allá en el fondo se estremecen y respiran las aguas
del río Mendoza
donde aún sobreviven los espíritus de los alpinistas
con sepultura y sin sepultura, ceniza y humo, vuelo
y ceniza, temblor en el valle, aquel abismo fluvial
en las cruces que Dios sepultó bajo el oxígeno
de las aguas,
somos las aguas del fin del mundo, sonríen
las calaveras,
somos al fin las aguas del río Mendoza donde sólo
es posible
la resurrección de las cruces que aún se estremecen
y seguirán respirando por nosotros, por ustedes,
por el principio
del fin del mundo, aquella luz obstinada,
por la resurrección
que es tembladera del espíritu, voladura de luz
desde las profundidades del océano Pacífico
y las cumbres, humo y ceniza, vuelo y ceniza,
todo el temblor en las cumbres de la cordillera
de los Andes.
De color ámbar muy oscuro es la tierra del cementerio
para la resurrección no sólo de la carne, tierra oscura
del cementerio donde aún respiran las cruces
de ayer y de hoy, tierra oscura del cementerio
para la resurrección y nunca, voladura de luz,
nunca para el más antiguo, ayer y hoy, el más antiguo
desliz de la muerte, aquella muerte
líquida, las nieves oscuras en el desliz de la muerte
donde sólo aparecen y desaparecen los esqueletos
de los alpinistas, ceniza y humo,
vuelo y ceniza, pero las calaveras son como las aguas
del río Mendoza, somos las aguas más profundas
del río que viene de la bóveda
del cielo más ambiguo, somos las anfibias, sonríen
las calaveras
aunque sus esqueletos las han abandonado
y no es posible,
sólo es posible el vuelo inagotable de la ceniza,
voladura del principio y del fin,
somos las aguas, voladura de luz, espiral en el vuelo
de las cruces
que todavía respiran, respiramos, respiran, respiramos
y se estremecen las aguas del río Mendoza, somos
el humo en las aguas
de la resurrección, humo y ceniza sobre las nieves eternas.
Hemos llegado a la cumbre del Aconcagua y desde aquí
vislumbramos
el transcurso del río que algún día se hundirá
para siempre
más allá del bosque de las araucarias fosilizadas, lejos,
abajo, en lo más profundo, muy lejos,
allí donde sólo aparece la sombra y lo único real
es el principio
y el fin del río subterráneo de las araucarias
que con el transcurso del agua y del tiempo
se han transfigurado en fósiles como la sonrisa
de las calaveras
en las aguas oscuras del cementerio, aquellas aguas
que de pronto aparecen, vuelan y desaparecen
bajo las antiguas y nuevas lápidas que lo cubren todo,
allí donde lo único real es el principio, lejos,
abajo, en lo más profundo, muy lejos,
más allá de las aguas subterráneas, somos al fin
las aguas, sonríen con júbilo las calaveras, más allá
de todo,
vuelo y ceniza, todo el temblor en las cumbres, voladura
de luz, somos al fin las aguas del principio y del fin
del mundo.
Hernán Lavín (Santiago de Chile, 1939)
La espiral de los cóndores