El primer encuentro con el Gauchito Gil fue al día siguiente de nuestra llegada a Buenos Aires. Paseábamos por los alrededores del Barrio de Boca y nos llamó la atención una pequeña capilla adornada con pañuelos rojos, velas y algunas botellas, cuando nos acercamos vimos también un gran mural pintado con la figura de un gaucho y que estaba dedicado a un tal Antonio Gil. Me aproximé a una mujer que estaba arreglando el altarcito junto a su hijo, un niño de unos cinco años realmente preocupado porque no se apagaran las velas que ardían frente a la estatua, y le pregunté quien era Antonio Gil. Después de contarme toda la historia me dijo que, justamente ese día, 8 de enero, era el aniversario de su muerte. Hasta entonces, yo nunca había oído hablar de este personaje, por cierto muy popular en Argentina, pero a partir de este momento nos acompañó a lo largo del viaje por las carreteras de todo el país.
Como del relato me acuerdo sólo a grandes rasgos, he buscado algo de información sobre esta figura que, según parece, tiene su fundamento histórico en un gaucho de finales del siglo XIX llamado Antonio Mamerto Gil. Sobre su vida y muerte debe haber diferentes versiones, pero la que me contó esta mujer era más o menos así. Al Gauchito Gil lo habían reclutado para combatir, como no quería derramar sangre desertó y fue perseguido. Cuando lo capturaron e iban a ejecutarlo le suplicó a su asesino, un sargento del ejército, que no lo hiciera que iba a llegar una carta que demostraría su inocencia. Éste no lo escuchó, pero antes de morir, el Gauchito le dijo que cuando esta misiva llegara tendría también noticias de que su hijo estaba gravemente enfermo, que le rezara y que su hijo se salvaría. Al llegar a casa el sargento encontró a su hijo moribundo, rezó al Gauchito Gil y éste se curó.
Quizás porque nuestro viaje coincidió con las fechas de su aniversario, lo cierto es que tras esta primera aproximación, encontrábamos pequeños santuarios del Gauchito Gil por todas partes. Kilómetros de nada y de repente unos puntos rojos a lo lejos dando una nota de color a la estepa patagónica. No he llegado a saber porqué se le identifica con el rojo, pero cuando veía las banderolas en el horizonte pensaba, "entramos de nuevo en el territorio del Gauchito Gil".
A la Difunta Correa la descubrimos más tarde, en el Calafate, próxima a las cuevas del Wualichu. De este personaje, que tampoco conocíamos la historia, nos llamó la atención la gran cantidad de botellas de agua que se amontonaban alrededor del improvisado santuario. En el interior de la capillita, rodeando a la imagen de una mujer tendida con un niño y que estaba medio cubierta por la cera derretida de las velas, había un poco de todo: flores de plástico, sandalias, fotos, guirnaldas de Navidad, hasta un bigudí, por citar algún objeto que me resultara extraño. En principio, pensé que se trataba de una ahogada, me recordó la imagen de la Ofelia de Millais, pero con niño, y deduje que ese debía de ser el motivo por el que en su altar predominaba el color azul y le llevaban las garrafas de agua. Nada que ver. La Difunta Correa es otro de los personajes populares del país, aunque parece que también tiene numerosos devotos en Chile. Por su complejidad esta leyenda la transcribo directamente de Wikipedia.
Deolinda Correa -ó Dalinda Antonia Correa, según el nombre con el cual aparece mencionada en el relato más antiguo (Chertudi y Newbery, 1978)-, fue una mujer cuyo marido, Clemente Bustos, fue reclutado forzosamente hacia 1840, durante las guerras civiles entre unitarios y federales. A su paso por la aldea de Tama provincia de La Rioja -donde vivía la familia-, la soldadesca de Facundo Quiroga, que viajaba rumbo a San Juan, obligó al marido de Deolinda, a unirse a las montoneras, lo que hizo que Deolinda, angustiada por la enfermedad de su marido, deseosa de reunirse con él en San Juan y de pedir clemencia a Facundo Quiroga conocido como el Tigre de los Llanos, tomara a su hijo lactante y siguiera las huellas de la tropa por los desiertos de la provincia de San Juan, Argentina llevando consigo sólo algunas provisiones de pan y charque y dos chifles de agua. Cuando se le terminó el agua de los chifles, Deolinda se estrechó a su hijito junto a su pecho y se cobijó debajo de la sombra de un algarrobo; allí murió a causa de la sed, el hambre y el agotamiento. Sin embargo, cuando los arrieros riojanos Tomás Nicolás Romero, Rosauro Ávila y Jesús Nicolás Orihuela, pasaron por el lugar al día siguiente y encontraron el cadáver de Deolinda, su hijito seguía vivo, amamantándose de sus pechos, milagrosamente vivos.